viernes, 20 de noviembre de 2009

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miércoles, 15 de julio de 2009

Leticia F. Feippe - Asuntos triviales

Ramiro hizo una mueca con los labios. Nos miró y dio vuelta la tarjeta que acababa de leer mentalmente. Parecía querer confirmar que ya sabía la respuesta.
–¿Qué indumentaria usaban los antiguos atenienses cuando iban a la guerra? –dijo, con voz de sabiduría.
Nadie parecía saberlo y los que no tenían que contestar abrían los ojos bien grandes, como si eso acelerara algún proceso.
Andrea y yo nos miramos. No teníamos mucha idea pero nuestra formación promedio nos permitía aventurar una respuesta. Hasta ese momento habíamos utilizado el método del sentido común y nos había dado resultado.
–¿Iban desnudos? –la consulté. Si pienso en películas tipo 300, me imagino un montón de tipos musculosos desnudos. Aunque eran espartanos… No sé. Tampoco me acuerdo de haberlos visto desnudos pero creo que sí. Yo qué sé…
Andrea me miró con sus ojos casi negros, pequeños y brillosos. Parecía no tener pupilas.
–Yo diría que llevaban una armadura –dijo. Desnudos es como muy poco para la guerra.
La miré. Me convencí de que parecía no tener pupilas.
Dudé antes de comentarle algo. Estaba casi segura de que iban desnudos. No podía sacar de mi cabeza una película que había ido a ver un domingo a las tres de la tarde, una película que nada tenía que ver con mi estilo pero que vi solo por acompañar a un amigo. Recordé la ropa y el pelo de la mujer del protagonista. Y pensé que “una armadura” no sonaba a respuesta de Trivial.
Pero ese día andaba con ganas de ceder. Coincidía con que había empezado una terapia porque me había cansado de hacer las cosas siempre bien o “políticamentecorrectamente”. Así que dije, siguiendo el pensamiento de Andrea, que llevaban una armadura.
Ramiro abrió los ojos y me miró sacudiendo la cabeza.
–Iban desnudos.
Andrea me miró como pidiendo disculpas con sus ojos negros –que en ese momento definí como apupilados– y yo le sonreí. Estaba todo bien. La armadura no me importaba en lo más mínimo.
Jugábamos al Trivial desde hacía media hora. Andrea y yo íbamos ganando por poco. Estábamos en un justo nivel de entusiasmo. Sin euforia ni aburrimiento. En una postura más cercana a la del aprendizaje de cosas nuevas que a la del juego competitivo. Afuera el viento golpeaba contra la ventana y se sentía el ruido que hacían las palmeras doblándose en la rambla. No había ruido a gente. Cada tanto aparecía alguna gota y se daba contra el vidrio. Adentro no hacía nada de frío, el cenicero empezaba a poblarse y la primera botella de syrah iba por la mitad.
Lo del syrah había sido idea mía. En materia de vinos, mis amigos me dejan elegir, siempre y cuando no los haga gastar más de 120 pesos por botella. Ese día había comprado uno de 200. La diferencia la había puesto yo por respeto a la postura de mis amigos.
–Qué rico vino –comentó Andrea.
–La verdad que sí –dije. Lo conocí hace un par de años.
–Sabés de vinos –dijo Andrea sonriendo. A mí no me sacás del tinto, el rosado y el blanco.
–Tampoco sé tanto, tanto.
Le expliqué que sabía un poco más que lo que sabe cualquier hijo de vecino y algo menos de lo que saben los sommeliers y que había elegido ese porque no era el más común, porque me gustaba presentarlo en sociedad y porque era suavecito-como-para-no-dormirse-y-decir-cualquier –incoherencia-ante-preguntas-triviales-como-la-de-la-ropa-de-los-atenienses-en-la-guerra”.
Reímos. Ella, un rato más que yo. Sus ojos sin pupilas estaban cerrados y uno de ellos lagrimeó mientras reía. Lo secó con sus dedos. Vi su imagen moverse en cámara lenta. Registré el movimiento de sus rulos y vi sus dientes perfectos. Me habló de algo y le contesté.
La ronda siguió mientras charlábamos. Me di cuenta de que hablábamos solas cuando Lucía, la novia de Ramiro, nos llamó la atención diciendo “hey, conversadoras, tiren el dado”. Le pasé el dado a Andrea. Quería ver su suerte. Nos fue bien. Otro turno para nosotras.
Era una noche ideal para quedarse en casa o ir a la casa de alguien. Adentro y con gente. Una noche lejos de La Noche.
En el siguiente turno fui yo quien tomó el dado. Mientras lo sacudía entre mis manos, recordé que, cuando tenía veintipocos, un novio me había dicho “si llegamos juntos a los 30, tenemos que tener juegos de caja porque las parejas lindas juegan”. No llegamos a los 30 juntos pero un día, aun estando con él, vi juegos en el supermercado y los compré. Ese mismo año nos separamos porque él hizo trampa en un partido y yo no pude tolerarlo –o, al menos, eso creí–. En la separación de bienes me tocaron esos mismos juegos que luego usaría en la casa de Ana y Andrea, el mismo día en que las conocería.
Todavía con el dado entre mis manos, volví a mirar a Andrea. Me sorprendió la variedad de los colores de su pelo.
Lucía se metió sin permiso en mi mundo una vez más.
–¡Tirá, dale!
Tiré. Andrea y yo perdimos ese turno por no recordar al no sé cuánto de Hita. “Algo de Hita”, decía yo, recordando un libro que tenía en casa, en el estante de los que no leo nunca y que rescaté de la casa de mis viejos antes de que se mudaran al campo. “El no sé cuánto de Hita, algo de Hita”, repetía yo. Recordaba que era un cargo o algo medio nobiliario. Pero nunca me salió. Andrea, que sabía mucho de química y genética pero nada de la existencia de la palabra arcipreste, se lamentó por no poder ayudarme.
Ana y Andrea vivían juntas desde hacía tres meses. Ana era amiga de Ramiro. Ramiro había ido con Lucía. Ramiro y yo habíamos estudiado juntos. A los cinco nos gustaban el Trivial y el vino. A mí no me molestaba, por primera vez, ser la que había ido sin pareja. Me gustó que me hubiera tocado jugar con Andrea cuando sorteamos los equipos. Me sentía cómoda. Me puse a pensar en el concepto de comodidad y me imaginé durmiendo en un globo enorme.
Andrea y yo ganamos el primer partido cuando ella respondió quién había ganado el Óscar a la mejor película extranjera en el 96. Pensé nuevamente en la comodidad y la definí ahora como la capacidad de disfrutar de lo simple. La noche era fantástica en la casa de estas dos mujeres. Quería quedarme allí para siempre. Imaginé esa casa como el globo gigante de mi concepto de comodidad.
Junto con el partido, se acabó el syrah y propuse ir hasta mi casa a buscar otra botella. Vivía cerca y me animé a conducir con dos copas de vino en mi haber. Andrea y Ramiro se ofrecieron para acompañarme y nadie puso objeciones.
Como alguien tenía que viajar adelante para que yo no pareciera la chofer de un taxi, Ramiro dijo, “ladies first, sin ofender a las feministas como Paula” y Andrea se sentó conmigo. No tuve que recordarle que se pusiera el cinturón ni cómo colocárselo. Se dio cuenta sola. Y me sorprendió, no porque ponerse un cinturón fuese una tarea difícil sino porque el cinturón de mi auto estaba roto y todo el mundo se equivocaba al colocárselo. Todos los acompañantes solían ajustarlo en el broche del chofer y no en el otro que también existía pero no se veía bien porque estaba torcido. La felicité por lo bien que le había salido.
Cuando llegamos a mi edificio, Andrea se detuvo a mirar el portero eléctrico. Lo tocó y lo imaginé frío contra sus dedos. Preguntó por qué mi timbre no decía “Paula”. Le dije que para mantener el misterio sobre mi identidad y reímos a trío. Ramiro me dijo “paranoica”. Andrea me preguntó en qué trabajaba y le dije que era abogada.
De las tres botellas que tenía, elegí dos: un tannat merlot para darle fuerza al mítin y un sauvignon gris para no quedarme sin tintos en casa. Andrea me preguntó si no me daba cosa deshacerme de ellas. Le contesté que para nada, que el vino no era algo para tomar sola. Pensé que casi siempre lo tomaba sola. Pero no dije nada.
Cuando llegamos nuevamente a la casa de Ana y Andrea, el ambiente era otro. Se notaba que el juego había terminado. El lugar ya no se parecía a mi globo gigante y cómodo. La mesa tenía copas vacías, restos de comida y servilletas usadas. El Trivial reposaba aburrido. Lucía y Ana conversaban en la cocina sobre trivialidades.
–An, ¿no viste el imán con el teléfono del delivery de empanadas? –gritó Ana, apenas entramos.
Me llamó la atención que Ana llamara An a Andrea. Después supe que las dos se llamaban cariñosamente de esa forma. Recordé a mi novio Paulo de la secundaria y recordé cómo escribíamos “Paul (a+o) = Tqm x 2” en los pizarrones.
El sauvignon gris lo tomamos jugando otro partido de Trivial que volvimos a ganar Andrea y yo. El tannat merlot lo tomamos sin jugar a nada, sentados. Ana, Andrea y yo en el sillón. Ramiro y Lucía en el piso.
–Debe ser lindo saber de vinos –dijo Andrea, sosteniendo la copa, colocándola entre su ojo sin pupila y la luz e intentando ver a través del líquido oscuro.
–A mí me encantaría saber más –comenté. Pero me parece muy aburrido visitar bodegas.
–Pero sabés bastante.
Probó el vino. Lo imaginé dulce y frío contra sus labios.
–Algo sé. Y también visité alguna bodega alguna vez. Pero es aburrido. Es más lindo tomarlo así, como ahora.
Lucía bostezó.
–Debe estar bueno plantar algo y ver cómo se convierte en esto –dijo Andrea mirando nuevamente la copa.
–Sí.
Recosté mi cabeza contra el respaldo del sillón, algo de costado.
Andrea empezó a contar que una vez había ido de vacaciones a la quinta de su abuela y que había visto cómo recogían las uvas. Dijo que las recordaba amarillas. La imaginé niña, con las manos llenas de tierra, el pelo moviéndose y ella jugando y robando uvas. Mientras contaba con lujo de detalles el placer que sentía en aquella época, yo la miraba desde mi rincón del sillón y sonreía.
Ramiro y Lucía empezaban a quedarse dormidos, abrazados, en un puf. Ana se dejó caer y apoyó apenas su cabeza en el hombro de Andrea, que estaba sentada en el medio y seguía hablándonos de sus vacaciones en la quinta.
En una mesa había una computadora portable y, desde hacía un buen rato, sonaba “Caminando por la calle yo te vi”. Recordé la palabra “loop” que usan tanto algunas personas y que tanto rechazo me provocaba cuando la escuchaba pronunciada por hispanoparlantes. Recordé mis conflictos con el spanglish.
La forma en que Andrea miraba la copa y la forma en que Ana miraba a Andrea eran envidiables. Por un segundo me enamoré de eso que se percibía en el aire. Quise ser Andrea y ser Ana también.
Lucía despertó cuando Andrea estaba contando cómo su abuela amasaba barro y bosta para hacer la pared de un galpón. Mientras lo contaba, yo estaba ahí, con ella, también amasando barro, mojándome las manos, tocando las suyas bajo la tierra mojada, sintiendo el sol cerca.
Lucía despertó a Ramiro.
–¡Terrible loop, sigue sonando Chambao!
Ramiro abrió un ojo y medio. Odié a Lucía profundamente.
–¿Vamos? –dijo Lucía.
Yo la odié más aun. Me vinieron ganas de que no hubiera venido.
Se levantaron del suelo. Ana fue hasta la computadora y cambió la música.
En el sillón quedé sola con Andrea y con la historia interrumpida. Imaginé que éramos niñas, que nos llamaban a merendar y que me tenía que lavar las manos para sacarles el barro. Imaginé que no nos veríamos más porque las vacaciones se acababan, porque me llamaba mi madre, porque Andrea se iría esa noche, porque los correos electrónicos no existían.
Lucía y Ramiro saludaron. Aunque no quería y sin tener claro por qué, dije “los arrimo” y salí con ellos, con la música todavía loopeada en mi cabeza. Después de dejar a Ramiro y Lucía, detuve el auto en una esquina. Toqué mis manos y las pensé con barro. Pensé en Andrea sintiendo lo mismo que yo. Pensé también que Ana me caía bien. Imaginé que Andrea también se había sentido amasando barro conmigo. Durante esos segundos, el auto fue mi globo.

martes, 9 de junio de 2009

Leticia F. Feippe La postergación del acontecimiento

“Me falta método”, empezó por decir Alicia mientras intentaba, infructuosamente, apagar un cigarrillo en una lata de atún.
Siempre le costaba hacerlo. Jamás había podido poner punto final a un cigarro sin que quedara un pedazo suelto, encendido y largando un humo más denso y más oloroso que el normal. El cigarro había cumplido su ciclo, pensaba ella, a veces, en voz alta. Entonces, ¿para qué perder tiempo buscando una forma prolija de extinguirlo, para qué golpearlo contra el cenicero o contra el objeto que cumpliera ese papel? También, sin embargo y para adentro, pensaba que la operación le resultaba difícil porque era torpe y le echaba la culpa al hecho de haber empezado a fumar a los 25 y no a los 15.
Alicia estaba acostada en el colchón de Jorge, mirando el techo que quedaba lejos. Él hablaba poco pero tenía televisor blanco y negro y sabía apagar cigarros, cosas ambas que Alicia solía admirar en una persona del sexo opuesto.
Hacía dos meses que Jorge estaba sin trabajo, viviendo de un despido que él había pensado más aprovechable. No tenía efectivo pero tenía un cartón de Nevada porque había vendido, no sin antes dudarlo y sentir vergüenza, 60 botellas de vidrio en un supermercado. Antes, como la venta de envases le parecía indigna, se había contentado con los cigarros brasileros que vendía un hombre que usaba una campera como exhibidor.
“Al fin te decidiste”, soltó Alicia, sabiendo que él entendería que se trataba de las botellas.
Él no contestó. Se limitó a levantar la piel de la frente un centímetro y a bajarla enseguida.
Luego dijo “la postergación del acontecimiento” y el silencio inmediatamente posterior permitió que se escuchara con mucha fuerza el chasquido del encendedor que prendía otro Nevada y el de la mano que buscaba la lata de atún en el piso para luego llevarla al pecho. Alicia le robó una pitada en un momento poco conveniente –él apenas había dado dos– y empezó a contarle que, cuando tenía 14 años y se le había ocurrido ir a la iglesia sin que la llevara nadie, siempre postergaba la comunión para ser la última de la fila. Años después, cuando ya no iba a la iglesia porque se le había acabado la convicción propia y porque le había empezado a gustar dormir hasta las doce, hacía lo mismo a la salida del trabajo. Se quedaba cinco minutos más y se iba última para no hacer cola y para no ver caras de simplemente-conocidos a los que no tenía por qué saludar.
“Me pregunto si habrá algo imprescindible que pueda postergarse eternamente”, comentó y se propuso probarlo; se dijo que, aunque tuviera ganas de ir al baño, las aguantaría, sueño mediante. Antes de dormirse, pensó en la pulsera que su prima Alejandra tenía cuando era niña. Se la habían puesto a los dos años y se la habían tenido que cortar a los once porque no se la sacaba nunca y su muñeca tenía que crecer.
Por la mañana, desayunó sin despertar a Jorge. Puso en la heladera un cartel que decía chuic, con letras lo suficientemente grandes como para que él no se ofendiera porque ella se había ido sin saludar y salió sin bañarse. Caminó hasta su trabajo, contenta porque había postergado dos cosas y porque no había gastado el resto de champú diluido que quedaba en casa de su hombre.
Se había levantado con la idea de no ir al baño hasta después del almuerzo. Había aguantado toda la noche. Seis horas. Eso ya era bastante mérito para ella, que solía ir al baño cada una hora y media durante el día y cada tres durante la noche. Pero no pudo. Una cuadra antes de llegar al estudio jurídico, entró a un bar, compró chicles y rumbeó hacia la puerta que tenía un fosforito ancho con pollera.
Ese día trabajó sin preocuparse. A las dos de la tarde guardó sus cosas y saludó a todos con besos, antes de marcar tarjeta, a las dos y dieciséis.
Por trescientos pesos, Alicia había comprado una cuponera que la habilitaba a ir doce veces a un gimnasio que quedaba a mitad de camino entre el estudio y su casa. Ese día, a las dos y dieciséis de la tarde, empezaba una licencia de un mes y, si no hubiera sido por su reciente obsesión por la postergación, la habría aprovechado para ponerse flaca. Pero la cuponera no tenía vencimiento. Era postergable. Podría usarla cuando quisiera. Y Alicia se sintió capaz de postergar algo que mucha gente posterga, como las dietas, como el dentista, como cambiar una bombita. Ya que lo del baño había salido mal, el gimnasio era una postergación simple pero buena para comenzar.
Pasó por su casa y levantó el bolso que había dejado preparado con sus calzas azules, una remera, una bombacha limpia, una toalla, una jabonera con jabón y un frasco de champú-crema. Pasó por la puerta del gimnasio y siguió de largo, no sin antes mirar a un grupo de personas que saltaban en la vidriera. Caminó hasta el apartamento de Jorge y, como nadie contestó al tercer timbrazo, se sentó en el escalón del edificio a mirar a tres chiquilinas de unos 13 años que hablaban de hombres, sentadas en la puerta de un taller mecánico que estaba cerrado por Carnaval. La más alta, a quien Alicia decretó un próximo embarazo, hablaba de su última salida. Decía haberse pintado con pinturas de su hermana y haber salido a bailar y haber conocido a un loco-con-auto que la iba a pasar a buscar el lunes por el liceo. Había también una gordita que, con aires de sabiduría, decía que todos los tipos vivían pensando en coger pero que ella, de la cintura para arriba, aceptaba cualquier cosa pero que, de ahí para abajo, nada. La flaca le decía “andá”, estirando la última “a”, la gordita, riéndose, decía “en serio” y la flaca retrucaba “dale, si estuviste a punto”. A la gordita, entonces, se le ponía la cara hirviendo y odiaba un rato a su amiga por no saber guardar un secreto. La tercera parecía más chica. No hablaba, solamente sonreía con ojos curiosos. Debe ser más viva, pensó Alicia, al ver que usaba un enterito idéntico al que ella se ponía 15 años antes, cuando iba al liceo y sacaba buenas notas y tenía un novio que le regalaba osos de peluche y que juraba esperarla y casarse con ella cuando ella se recibiera de escribana, porque esa era la condición. Alicia miró hacia la derecha y vio llegar a Jorge con una flauta y 100 gramos de lionesa. No pudo calcular con exactitud cuántas botellas le quedaban para abastecerse.
“Todavía me quedan 16 de litro y medio”, comentó él y estiró el brazo para ayudarla a pararse.
Entraron. Todo estaba igual que esa mañana. La cama destendida. La lata de atún en el piso, algunas cenizas desparramadas y en cartel de chuic en la heladera.
“¿Lo viste?”, preguntó Alicia.
Jorge contestó que sí, que lo había visto pero que no pensaba sacarlo de ahí, que hacía más linda la heladera que, hasta entonces, contaba, como adornos, solamente con un racimo de bananas de plástico unido a la puerta por un imán y un almanaque del 99 que una compañía repartidora de garrafas había tirado alguna vez por debajo de la puerta.
Mediante un acto reflejo, Jorge encendió el televisor. Luego fue a la cocina y empezó a cortar el pan. Alicia, entonces, le preguntó para qué había prendido la tele si no pensaba verla. A él le extrañó la pregunta. Siempre prendía la tele porque sí, para que hubiera ruido y no quería utilizar una frase lugarcomunesca como “para sentirme acompañado”. Contestó que yo que sé, sin ver los primeros atisbos de decepción que aparecían en la cara de una Alicia que no lo conocía de tarde.
Mientras el televisor hablaba de una nueva hipótesis sobre el atentado contra las Torres Gemelas, comieron refuerzos de lionesa. Era la primera vez que Alicia caía de sorpresa en la casa de Jorge pero él no le preguntó nada. Apenas terminó el refuerzo, Alicia se lavó los dientes para no sentir ganas de comer otro.
Apagó la tele pero Jorge no se dio cuenta. Se acercó a él y le dijo “me rateé al gimnasio como cuando era pendeja”. Hubo besos y un revolcón sobre el sofá. Al rato, Jorge la acariciaba y le ofrecía cigarrillos, que ella aceptaba y apagaba mal. Ella se levantó para ir al baño pero, a mitad de camino, se detuvo para cumplir su objetivo de la postergación. Cuando regresó, la tele estaba prendida y se enganchó con la película que era mala pero, como hacía tiempo que no miraba televisión, le pidió a Jorge que no cambiara. Más tarde, volvieron a comer refuerzos y Alicia supo, en ese momento, que no quería irse de allí porque solamente así podría conseguir la postergación.
Esa noche se durmieron rápido. Él le tocó un rato el hombro pero sin insistir. También tenía sueño.
La postergación de la partida de Alicia transcurrió sin sobresaltos hasta el día número 16, en el que a Jorge se le ocurrió preguntar por qué se estaba quedando con él. La respuesta de Alicia fue tajante y simplista: “Porque quiero estar contigo, porque estás desocupado, porque me necesitás y porque algún día se te van a acabar las botellas”.
No habían hecho gran cosa durante esas dos semanas y poco. Jugar al truco, al tutti frutti, mirar películas malas, mirar películas buenas, ir al supermercado, cocinar, dormir y lavar los platos cada tanto. Hasta que un día a Alicia se le ocurrió pensar, mientras devolvía a Jorge un disgustante cigarrillo con brasa larga, que lo peor de un desocupado era que nunca tenía demasiado para contar. Antes siempre había una historia. Micaela andaba con Roberto. Habían echado al cadete. La esposa del jefe había contratado un detective. El contador maquillaba perfectamente los balances. La secretaria había robado un ventilador.
Alicia sabía que no era de Jorge la culpa de que ella estuviera allí, por lo que decidió que había que romper la rutina y salir. Él no quería que ella lo invitara al cine, al teatro, a tomar algo, al estadio, a la casa de su amiga Natalia que estaba por casarse. A él no le quedaban botellas. Entonces salieron a tomar mate a la rambla y volvieron a la media hora porque empezó a llover. Había estado mal la salida, pensó ella. Su vida había dejado de ser original. Pero se repitió que tenía que quedarse allí para siempre. Se había acostumbrado a vestirse siempre con las calzas y con remeras de Jorge y a lavar la bombacha y colgarla en el patio de la planta baja, desde donde se veía ropa de otra gente que vivía más arriba.
Él la notó aburrida. Le dijo que podía irse cuando quisiera, que no tenía que sentirse obligada a nada. Ella sugirió invitar a Natalia y a su novio a jugar a las cartas.
Natalia vino con un color nuevo en el pelo. Era rojo, como la camisa que tenía puesta Alicia, la única que tenía ahí, la que había llevado puesta el día en que faltó al club. El novio de Natalia, un escribano joven, trajo una botella de whisky y compró unas porciones de pizza y fainá que no quiso cobrar a los anfitriones. A las cartas no jugaron. Natalia no tenía ganas. Habló de lo caro que les estaba saliendo todo y de que por suerte a Nacho le salió otro trabajo y mis suegros bancan la fiesta –van a ir, ¿no? –. El tipo sabía de arte y contaba anécdotas de remates. Natalia, hablaba de lo horrible que es lo que está pasando en el mundo y comía la pizza con cubiertos. Jorge hacía chistes inteligentes, hablaba de fútbol y de política, sonreía, miraba el pelo de Natalia, sonreía.
Entonces Alicia sintió que no la dejaban intervenir y se preguntó por qué ella no era una flaca pelirroja que tomaba whisky y hablaba boludeces con su hombre culto y por qué su hombre culto no se parecía a ese otro que reía sin preocuparse de los monólogos de su mujer estúpida, porque, seguramente, cada uno tenía su mundo y eso estaba bien; entonces, a ella no le molestaba que él fuera culto y a él no le molestaba que ella fuera estúpida, porque tenían que estar un rato separados para juntarse después, porque Alicia sabía que cuando ambos pararan de hablar, el mismo silencio les daría buena cama, además de dedos y respeto.
Cuando la pareja se fue, Alicia y Jorge discutieron. Ella dijo que él miraba demasiado a Natalia, él dijo que era paranoica, que cómo iba a mirar a esa hueca, ella le dijo que más de una vez había mirado a una hueca, él dijo que ella los había invitado y así siguieron hasta que decidieron dormir abrazados, cambiando de posición durante la noche, abrazándose y desabrazándose, empujándose, destapándose, despertando cada tanto y soñando cosas que olvidaron para no contar.
Al día siguiente Jorge decidió buscar trabajo. Alicia se quedó en el apartamento, llorando, sin saber exactamente por qué, con un ojo solo. El otro ojo permanecía grande, abierto y plano, mientras el que lloraba le daba un aspecto de pez de agua fría. Al verse en el espejo, se dijo que se sentía una sirena, aduciendo que era discriminatorio considerar sirena a toda mujer que fuera pescado de la cintura para abajo, dejando afuera a las que lo eran de la cintura para arriba, doblando a la derecha.
Cuando Jorge regresó, dijo que le había ido bien, que empezaría el lunes, el mismo día en que su mujer debía reintegrarse al estudio.
“Me gustaría dedicarme a pintar, ¿sabés?”, comentó Alicia, durante el almuerzo. Esa misma tarde compró los óleos. Pero esa misma tarde, en vez de pintar, se dedicó a pensar en esas, sus vacaciones. Hay películas donde un día dura dos años, pensó; otras, donde dos años duran 90 minutos y la gente no envejece y las casas y las veredas son todas iguales; otras, donde los ladrones siempre son negros y los policías siempre buenos. No importa que el asesino no sea el mayordomo. Lo que importa es que son predecibles. Pero esas vacaciones no. El lunes, cuando todos le preguntaran cómo había estado su licencia, ella diría, simplemente, que genial. Y cuando le preguntaran por qué no estaba bronceada, contestaría que porque se dedicó a pintar. Y sentada con las piernas abiertas, dejó que se le cerraran los ojos y recordó otras épocas. Se acarició la entrepierna con el pincel varias veces. Siguió con los dedos, pensándose rodeada de hombres y mujeres. Después se lavó las manos.
A partir del lunes, casi todo volvió a ser como antes. Volvieron las historias de Jorge y las salidas donde él pagaba. Alicia rompió una de sus promesas y regresó a su casa, donde la esperaban cuatro facturas vencidas, que pagó, con recargo, al día siguiente. El sábado fueron al casamiento de Nacho y Natalia y se divirtieron.
Respecto a su segunda promesa, la de ir al baño, debo decir que, al principio le costó. Llegaba la noche y sentía pánico. Pensaba que amanecería mojada o que su sangre se llenaría de toxinas imposibles de eliminar. Pero tenía un objetivo y eso era excusa más que suficiente para superar los miedos. Incluso logró olvidarse de incluir en la lista del surtido mensual los rubros papel higiénico y perfumol. Pero el día fatal llegó, dos años después, luego de haber ido al Registro Civil para inscribir su propio casamiento. Ella estaba en el sanatorio, esperando el turno para una ecografía de rutina a la que le habían ordenado ir sin haber orinado en las dos horas anteriores. El médico no llegaba, se había demorado en un parto. Entonces, Alicia se desprendió el botón del pantalón que ya no quería ceder más y caminó hacia el baño. La ecografía salió perfecta.


Mención en el Séptimo Concurso de Cuentos para Jóvenes organizado por la Filial Jai de B’nai B’rith
Publicado en A palabra limpia/7, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2004

Leticia F. Feippe Semana total

Lunes: El despertador suena pero no le doy pelota. Sé que tengo sueño. Sé que me voy a dormir. Entonces me entra el cargo de conciencia y lo pongo quince minutos más tarde. Total. ¿Qué son quince minutos? A los quince minutos suena y repito la maniobra. Dos veces más. La tercera es la vencida. Me levanto. Se me hizo tarde, así que tengo que tomarme un taxi. ¿Qué son noventa pesos? Total, estamos a principio de mes.
Tengo sueño. Las letras verdes de la computadora me hacen cerrar los ojos. El sueño lo tengo ahí, en los ojos, no en el cuerpo. Los párpados se me caen y le echo la culpa a la película de anoche, al rímel y a los lentes de contacto. Hay poco trabajo. Extraño a mi ex. Para olvidarme llamo a otro. Como entra mi jefe, no puedo hablar casi nada. Vuelvo a las letras verdes de la computadora que se me entreveran. Me saco los lentes de contacto y me pongo los de armazón. Es peor, las letras se reflejan en los cristales y veo lucecitas. Me acuerdo de mi madre. Ella también usa lentes.

Martes: Encontré la solución. Puse en el monitor un filtro de los viejos, medio mugriento. No veo casi nada hacia el otro lado pero no tengo sueño en los ojos. Me llama una compañera y me avisa que salvé un examen. Me enorgullezco de ser tan inteligente pero me aguanto. Total, en la oficina nadie estudia y no entienden por qué yo lo hago si, dentro de los empleados públicos, somos los que ganamos más.
Como soy tan inteligente, me doy un recreo y me pongo a jugar al buscaminas. Mi jefe entra y se para detrás de mi computadora. Entonces pienso que puede ver el reflejo de las barajas en el filtro y hago Alt-tabulador. Él no se da cuenta de que yo estaba jugando. Me río para adentro y me felicito. Soy una genia.

Miércoles: Antes de gastarme el sueldo en chicles, decido salir de compras. Me levanto a las nueve, recurriendo al mismo sistema de apagar-programar, apagar-programar, apagar-programar. Tomo un taxi hacia el Centro. Gasto menos de lo que pensaba. Es todo gris, negro y bordó. Malditas modas. Me compro un pantalón negro, un buzo gris y otro bordó.
Llego a trabajar un minuto tarde. Mi jefe no se da cuenta pero mañana saldrá en el parte diario y lo marcará con rojo. Para hacer buena letra trabajo más rápido que de costumbre. Entonces me doy cuenta de algo: mi trabajo es siempre igual y me aburre. Quiero dejarlo pero, si lo hiciera, mis viejos me matarían y mi abuelo se retorcería en la tumba. “Aguantá”, me digo, “ya vas a encontrar algo mejor”.
Como si alguien de allá arriba me estuviera escuchando, suena el teléfono. Atiendo. Es el decano de la Universidad para ofrecerme un puesto de asistente. Me siento orgullosísima. Me dice que el sueldo es bueno y me entusiasmo. Me dice cuánto es entonces la cara me cambia. Es la mitad de lo que gano en el banco. Le agradezco y le digo “no, por el momento”.

Jueves: Me despierta por teléfono una amiga que trabaja de mañana.
“¿Qué vas a hacer el sábado?”
“Pa, ni idea”, le contesto, pensando que mi presión debe andar rondando 9-5.
“¿Vamos a bailar? Tengo invitaciones”.
Le digo que sí y le cuento que me compré un pantalón negro, un buzo gris y otro bordó.
“De los que se usa ahora, ¿viste?”
Cuando llego a la oficina no percibo ambiente de trabajo. Se habla de fútbol y eso te da la libertad de estar en la tuya sin que nadie se dé cuenta. Paso unos apuntes. Cuando termina el debate abierto acerca de la teoría empírico-popular del off-side mal cobrado, todos empiezan a trabajar y ven que estoy haciendo “cosas particulares”. Pero nadie me dice nada. Total, ellos estuvieron divagando más de dos horas.

Viernes: Me llama un amigo para salir pero le digo que no, que llevo días durmiendo poco y que quiero descansar. En realidad no salgo porque sé que él está metido conmigo y a mí no me gustan sus dientes.
Cuando llego a casa miro el informativo, luego el teléfono, después una película, otra vez el teléfono, sigo mirando películas. A las doce dejo de mirar el teléfono. Después de esa hora ya nadie llama a “una casa de familia”. Me engancho con una película-de-juicio, esas que siempre están basadas en una historia real y que terminan con unas letritas en inglés y una voz en off en español que dice “Fulana de Tal fue encontrada culpable de homicidio en primer grado. Actualmente cumple cadena perpetua en la cárcel de Wisconsin”.

Sábado: Me quedé dormida en el sillón. Me puteo por boluda. Mi hermano llega de bailar y se hace un café. Lo puteo por hacer ruido y por tirarme una media en la cara. Camino hasta mi cama. Me da pereza sacarme la ropa, así que me acuesto como estaba. Total, la ropa no era nueva.
A las doce y media me despiertan para comer tallarines. Hay Coca-Cola. Mi hermano se sirve un vaso cada dos minutos. Entonces me doy cuenta de que ayer se tomó todo. Me toca lavar los platos, así que pongo música disco y empiezo. Mi madre me dice que use guantes de goma pero yo hago como que no escuché. Solo sin guantes podés percibir los pequeños trozos de comida que quedan adheridos. Pienso cuántas veces me habré comido los pegotes de otro.
Son las diez. Me meto en la ducha. Mi hermano me abre la canilla de la cocina para que me salga agua fría y me apure. Maldito adolescente. Me visto de estreno. Con el pantalón negro y el buzo gris. Empiezo a pintarme para la noche.

Domingo: La salsa suena y me hace recordar la que tenían los tallarines del mediodía. Es domingo pero queda mejor decir que es sábado a la noche. No me gusta la salsa. Prefiero la música disco pero ya fue. Todas las mujeres tenemos pantalones negros y buzos grises. Eso sí, los modelos son diferentes. Bailo con un estudiante de Ciencias Económicas. Me pregunta si trabajo o estudio y le digo que las dos cosas. Me pregunta de qué signo soy y le digo que de Virgo. Me pregunta si tengo novio y digo que no pero, como el tipo no me gusta demasiado, agrego “terminé hace una semana”. Hace tiempo que no salgo a bailar. Me canso. Quiero sentarme. Le digo al estudiante de Ciencias Económicas que voy al baño, que enseguida vuelvo pero voy a la barra y me siento. De abajo de una piedra sale mi ex y me dice que estoy linda, me pregunta cómo estoy y dejo que me dé algunos besos. No sirve para nada pero lo extrañaba. No me va a llamar mañana ni pasado, salvo que no tenga otro plan. Pero no me importa. Total. Tengo muchas cosas interesantes para hacer en la semana. Trabajar, estudiar y, tal vez, comprarme ropa.

Leticia F. Feippe Todos hacen trampa

Estoy enojada. Mi hermana tiene 20, mi hermano 14 y yo 11. A mi hermano lo dejan ir a bailar y a mí no. Mi hermano hace trampa. Les dice que va a la matiné y se va a los bailes de grandes, les dice que no fuma pero yo sé que sí. Mis padres le creen a él, por eso yo no digo nada. Me quedo en casa mirando la tele.
Mi hermana es grande. Eso no me gusta. Tiene novios grandes que andan en auto. Yo no tengo novios.
Cuando mi hermana sale, los sábados, se parece a las que hacen promociones en la tele, me hace acordar a una tetona que hacía la promoción del Alto Avellaneda en Video Match. Yo tengo buena memoria y miro Video Match desde hace como cuatro años. Mi hermana se pone esos pantalones ajustados que usan las promotoras y se queja porque le marcan la panza. Entonces se los baja un poco, se parte la panza al medio y le pregunta a las amigas si así le queda mejor.
Mi madre no me deja vestirme así. Me hace ponerme las ropas de mi hermana cuando era chica. A mí no me gusta. En esa época se usaban los pantalones oxford y unos buzos con las costuras para afuera. Me visto siempre igual. Pero a mí me gustaría más tener pantalones como los que usa mi amiga Camila, que están más buenos. Camila es parecida a Natalia Oreiro pero más chica.
Son las diez. Mis padres quieren que me duerma, pero yo no quiero porque quiero mirar la tele. Hago durar la comida. Estoy comiento churrasco. Lo corto bien chiquito para demorar más y poder mirar Video Match. Me gustan los Jaimitos porque dicen chistes de relajo. También hablan de política pero yo de eso no entiendo nada. No entiendo la de acá, mirá si voy a entender la de Argentina. Además, los políticos de Argentina son todos ladrones.
Mi padre me manda al cuarto porque dice que quiere ver un video. Yo le digo que quiero mirar Video Match, un ratito nomás, pero él me dice que quiere mirar un video y me manda al cuarto.
Mi hermano entra corriendo y dice “Pá, dame doscientos pesos”. Siempre hace lo mismo. Mi hermano le dice que son para la entrada y el taxi. Mi hermano le dice eso pero yo sé que va en ómnibus y que con lo que le sobra se compra cigarros.
En el cuarto tengo una tele blanco y negro, de esas que vienen metidas en una radio prismática. En la escuela me enseñaron que el volumen del prisma es área de base por altura. El volumen de la tele es más chico que el de la radio. Se ve todo como si me pusiera unos prismáticos al revés. El volumen de sonido lo tengo que poner bajo. Pero igual voy a mirar Video Match. Cuando era chica me gustaba Riquelme. Era gordo y tenía cara de choclo, pero me gustaba. Lo que no me gustaba era cuando mis compañeros de clase jorobaban todo el día con el "¿quién?" o mejor dicho "¿guién?" Le hacían burla y me daba bronca. Riquelme es uno solo. Pero nadie se acuerda de él. El otro día dije “¿guién?” y nadie se rió.
Mi padre prende la tele del comedor que es de 20 pulgadas. Pone el video. Yo pensaba que era alguna película de esas que no pueden mirar los menores. Pero no. Es un video de Sánchez Padilla. Ahora que me acuerdo, el lunes pasado no lo miró porque llegó a casa tarde. Yo ya me había dormido. Debe haberle pedido a alguien que se lo grabara.
Empieza Video Match. Hacen trampas, pero me gusta porque yo me doy cuenta. Ponen a Babe, el cerdito valiente, diciendo con voz finita “¿vos sos el pavito de la enana? ¿Qué te parece si vamos a ver al Cuervo?”
Yo me doy cuenta de todo. Más bien. Los chanchos no hablan. Eso es obvio. Tan boba no soy y tan chica tampoco.
Me traje el churrasco al cuarto. Estoy sentada en la cama y tengo el plato en la falda. No me gusta la palabra falda. Me suena a pollera de vieja. A mí me gustan las minis, como las que usa Mariana Arias, pero ella no me gusta. Las modelos son lindas pero son idiotas.
Marcelo se come un pancho y se le sale la mostaza de la boca. Me río. Se me cae el vaso de Coca. A veces mi padre compra Coca por si viene alguien. Mancho la sábana. Sánchez Padilla grita.
“¡Carolina! ¿Qué hiciste?”
Esto no lo grita Sánchez Padilla, lo grita mi madre.
“Nada”, le digo, “se me cayó el vaso, ya lo levanto”.
Estoy enojada. Le digo que ya lo levanto y me sigue gritando. Los padres son así. Si yo fuera grande no me gritarían. Me iría a los bailes y no estaría en casa para tirar vasos.
Sánchez Padilla no tiene reclames porque es un video. Video Match, sí. Pasan uno del tabaquismo. El lunes que viene nos van a pasar un video sobre el tabaquismo en la escuela y tenemos que escribir una redacción. Mi padre fuma Coronado. Cuando yo sea más grande voy a fumar Fiesta que son mejores. Pasan el reclame de Gran Hermano. Yo no lo miro siempre, solo a veces. En Gran Hermano se dan besos y hablan de relaciones sexuales. Mi hermana le da besos a los novios pero no sé si tiene relaciones sexuales. Yo nunca le di un beso a un varón. Pero si uno de los de Gran Hermano me pide, le digo que sí porque están buenísimos. Ahora estoy sentada en el piso. Me senté en el piso para ver más de cerca. Vienen los Jaimitos y dicen malas palabras por la mitad. Pero no puedo escuchar bien. Sánchez Padilla grita mucho. Parece un programa para sordos. Mi padre no es sordo pero lo mira igual. Le encanta. No sé por qué. Él dice que es uno de los ocho. Sánchez Padilla es feo, es viejo y cuando mi padre lo mira, los lunes, me tengo que bancar los reclames de "Grappamiel Vesubio" que los hace otro viejo más decrépito que Sánchez Padilla.
El video de Sánchez Padilla termina pero Video Match, no. Mi padre me dice que apague la tele, que ya es tarde. Yo quiero mirarlo hasta el final porque hoy está Enrique Iglesias. Yo gusto de él pero nadie lo sabe, solo mi diario íntimo. Mi padre me dice de nuevo que apague la tele. Esta vez me lo dice gritando. Se ve que se contagió de Sánchez Padilla. Me da vergüenza decirle que me gusta Enrique Iglesias y que por eso quiero seguir mirando Video Match. Apago. Si se duerme la prendo de nuevo, bien bajito. Si no se duerme voy a estar triste. Voy a extrañar a Quique. Sigo enojada y encima, no tengo sueño. ¿Por qué no puedo acostarme a las dos de la mañana? Me calienta. ¡Ah! Ya sé. Se me acaba de ocurrir una idea. Si no lo puedo ver hoy, voy a comprarme una foto de las que venden en 18 con la plata de la merienda del lunes. Y después la pego en el diario íntimo y le doy besos como los que mi hermana se da con los novios. ¡Sí! ¡Voy a hacer eso! Ya me pongo en campaña. La semana que viene voy a mirar Gran Hermano. Así aprendo.

Leticia F. Feippe Tercero por escalera

Cuando faltaban dos meses para que yo naciera, a mi padre se le ocurrió que debía llamarme María Pía. Y no sé por qué, porque él de catolicismo no sabía un carajo y tanto María como Pía son nombres con pinta de católicos. Mi madre no estaba muy de acuerdo. Ella siempre había querido que su hija se llamara igual que la enfermera que la atendería el día del parto. Por esa cuestión del azar, de lo inesperado. Eso me hace suponer que yo debo haber sido un gol en contra, que me hicieron sin querer porque mi madre se olvidó de tomar la píldora. No sabían si iba a ser nena o varón y ya me habían puesto nombre de mina. Por suerte nací nena.
A mi madre la atendió un enfermero, cosa que no había tenido en cuenta. Se llamaba Josué Espantoso. Puedo perdonar, entonces, la propuesta de mi padre de llamarme María Pía. No me hubiera gustado llamarme Josuá o Josuea o Josuefa. En cambio, llamarme Espantosa hubiera estado bueno. Siempre me causó gracia que hubiera negras que se llamaran Blanca o feas que se llamaran Linda, como mi maestra de quinto, a la que una vez le pegué una patada en la cara porque justo se le ocurrió pasar a medio metro de mi paro de manos. Si me hubieran puesto Espantosa, seguramente habría arrancado varias sonrisas en mi pasaje por la vida. Porque soy linda. Quizá me falte un poco de altura –mido poco más de metro y medio y sé que no voy a crecer porque ya tengo veinticuatro años– pero tengo ojos celestes y nalgas paradas. Además me llamo María Pía y ese nombre le gusta a todo el mundo. Al menos, eso me dijeron los tipos que me vendieron el apartamento. Lindo nombre. María Pía. Sí, lindo nombre. Cuando tenga una hija le voy a poner igual. María Pía. Creo que ninguno de los dos va a tener hijas que se llamen María Pía. Estoy casi segura de que los flacos que me dijeron eso eran pareja y acá, en Uruguay, las parejas de gays no pueden adoptar niñas. Niños tampoco.
No veo a mis padres desde el día en que me mudé, hace dos meses. Me decían Marucha pero lo peor no es el apodo sino el tono. Meloso, maternal, asquerosamente protector. Aunque el mío es un nombre sin gracia, lo prefiero antes que un Marucha cargado de besos babosos.
La casa de mis padres queda Villa Española. Ellos dicen que viven en La Unión pero, si nos ceñimos a los mapas, la casa queda en Villa Española. Mis padres son como los economistas que, para calcular la deuda externa, hacen la resta entre lo que se debe y lo que nos deben, como si el Tío Sam fuera a calcular los intereses sobre la diferencia. Para mí no es así. Para mí la deuda es solamente lo que se debe. Claro. Existen las palabras bruta y neta y se las puede usar a gusto del consumidor. A mí me gusta más bruta. Neta me suena a teta, una palabra que no me gusta. Y no es porque yo no tenga demasiado busto. No me gusta teta, como no me gusta ocho, como no me gusta desnudo, como no me gusta vagina, como no me gusta compadre y como no me gustan mamá y papá. Si algún día alguien me llega escuchar diciendo una de esas palabras, que anote la hora y que le juegue a la quiniela. Seguro que gana.
Yo no juego a nada. De pendeja me gustaba jugar al básquetbol ante la mirada atónita de los varones que me decían buena caballa. Me hubiera encantado ser basquetbolista de la NBA. Aunque sé que habría sido difícil porque en la escuela me iba bien y para ser basquetbolista de la NBA tenés que estar seguro de que no vas a seguir ninguna carrera en Uruguay que es gratis. De todos modos no creo que mis viejos me hubieran dejado estudiar básquetbol. Ellos querían que fuera contadora, escribana o analista en marketing. A los quince me mandaron a clases de secretariado y lograron meterme en una consorcio, el mismo que me dio el préstamo para el apartamento. Cuando cumplí dieciocho mis padres recibieron la mayor decepción de su vida. Empecé a estudiar oceanografía.

Mi trabajo consiste en decir que el doctor no está, que déjeme su número que él se comunica con usted. Cada dos horas, le pido al portero que me traiga un café. Entonces él me pregunta precisás algo más y yo le digo no. No me gusta abusar.
Cuando vi al doctor por primera vez me gustó su perfume. Durante mis primeros seis meses trabajando de secretaria soñé con tener por marido a un tipo así. Alto, profesional, miembro del partido de mi abuelo Jorge, que se murió al caerse de una escalera mientras pintaba un club político a cambio de un empleo público.
Cuando acompañaba al doctor a los actos políticos, él me guardaba un lugar cerca de su gente y me decía pichona. Yo sonreía y dejaba que me preguntaran cómo iban mis estudios. Pero al poco tiempo me aburrí y ya no me gustó casarme con alguien como el doctor. Empecé a imaginar que mejor que ser señora de, sería ser como él. Usar celular, portafolios y perfume de free-shop. Esa etapa duró hasta que escuché al doctor en la radio y no me gustó lo que dijo. Ahora no lo acompaño a los actos del partido. Le digo que tengo que preparar un trabajo y él me entiende porque sigue pensando que lo voy a votar.

Mudarme sola fue una idea excelente, aunque eso signifique que no pueda dejar el consorcio, al menos durante ochenta y ocho cuotas. Lo que más me gusta de vivir sola es que puedo fumar en la cama. Cuando vivía con mis padres, para fumar un cigarrillo, tenía que decir que iba a la biblioteca. Entonces iba hasta la esquina, prendía un Marlboro Light, daba la vuelta manzana y volvía a casa con un libro y mascando chicle. Me gusta fumar acostada, sola o acompañada. Al lado de la cama tengo una botella, un vaso, un bol, un cepillo de dientes y un pomo de pasta porque no me gusta dormirme con gusto a pucho. Cada mañana, cuando voy a mear –porque yo no me despierto porque se me acabó el sueño sino porque me meo–, llevo el vaso y el bol al baño, los enjuago y después los devuelvo a su lugar de origen, o sea, al piso, al lado de mi cama.
Las primeras noches que pasé sola se me hicieron larguísimas. Me mataba el silencio. Entonces prendía la tele y ponía películas de juicio. De esas que están basadas en una historia real y que terminan diciendo que Fulano de Tal fue procesado por homicidio especialmente agravado y que actualmente cumple cadena perpetua en la cárcel de Wisconsin. Otras noches me dedicaba a hablar por teléfono hasta la una o las dos. Le contaba a mi amigo Marcos lo bien que pasaba en la cama con mi Aníbal, Roberto y Mateo y Marcos se aburría y me decía qué hambre que tenés. Entonces yo le soltaba un andá estúpido y nos poníamos a hablar de los demás.
Ahora no tengo amigas. Antes salía todos los viernes con dos vecinas. Mónica y Jimena. Íbamos a bailar y volvíamos borrachas y acompañadas. Hasta que cumplimos quince fuimos amigas de verdad. Nos contábamos cómo besaban nuestros novios del liceo y, a veces, estudiábamos juntas, escuchando música. De noche nos gustaba sentarnos en los cajones de verdura del almacén de Domingo a charlar con los varones. En mi casa no les gustaba que yo hiciera eso. Un día mi padre me vio y me dijo entrá que es tarde. Cuando llegué a casa me cagó a gritos y me dijo no te quiero ver más ahí con esos atorrantes que fuman y toman cerveza. Al otro día me inscribió en el curso de secretariado.
La inauguración del apartamento estuvo buena. Invité a Marcos, a Mónica, a Jimena y a todos mis compañeros de clase. Mónica se levantó a uno de ellos. Un flaco con camisa a cuadros y mucha plata. Yo me encerré en el baño con un colado que se llamaba Matías. Habíamos entrado a buscar curitas porque él se había cortado con un cuchillo mientras repartía la muzzarella. Curitas no encontramos, así que le lavé el dedo con jabón de coco mientras él me miraba el ojo izquierdo. Yo le miré los dientes y me gustaron. Matías se sentó en el water, me dijo vení y me sentó en su falda. A los quince minutos me paró, me bajó los pantalones, me besó, se paró, se bajó los pantalones, se sentó, se paró, se subió los pantalones, sacó su billetera del bolsillo de atrás, sacó un condón de la billetera, volvió a bajarse los pantalones, se sentó nuevamente en el water, terminó de sacarme los pantalones y me sentó sobre él. Luego de otros quince minutos me preguntó dónde trabajaba, le dije que en una boutique y volvimos a la fiesta.
A las cinco de la mañana se fueron todos. ¿Te ayudamos a ordenar? No, dejá. Esa noche dormí sin ropa. Está bueno vivir sola.

El siete de junio pedí licencia para organizar mi vida. No me le negaron porque en esa época hay poco trabajo. Las elecciones son en octubre y es ahí cuando llama más gente para pedir préstamos.
En mi primer día libre me levanté a las cuatro de la tarde y me di cuenta de que mi apartamento era una mugre. Pero no ordené. Total, nadie iba a visitarme ese día. A las cinco de la tarde sentí que tenía que teñirme el pelo. Sí, me hace falta una alegría. ¿Por qué no te teñís de rojo, Marucha? Me dije Marucha. La puta que me parió. ¿Cómo me voy a decir Marucha?
Agarré las llaves, fui a la farmacia, compré una tinta, me teñí y manché todo el baño de rosado. El pelo me quedó esponjoso, como de Barbie. Me hice rulos con papel y empecé a probarme todos mis conjuntos de ropa interior. Tenés panza. No podés seguir cogiendo sentada. Se nota que tenés rollos. La próxima vez tiráte a la posición ortodoxa. Y, ¿sabés qué? Hacélo hoy. Nunca te cogiste a dos tipos distintos en menos de un mes. Y otra cosa. Nunca saliste sola. Siempre tuviste que disfrazar el levante con una salida de amigas. Eso sí, antes masturbáte. Mirá si no enganchás nada. Aunque con estos pelos y los rulos, lo dudo.
Y fui. Y levanté. Rodrigo. 28. 1,82. Escribano. Pinta. Supongo novia pero no pregunté. A las cuatro cero ocho, afuera. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. A-u-to. Auto. Auto. Auto. A-u-to. ¿Estás? Sí. Auto. Auto. Auto. ¿Vamos? Auto. Dale. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Auto. Au–to. Auto. ¿Teléfono? Sí, como no. Bueno. Chau.

Me levanté a las dos de la tarde. Me dolían las piernas y me sentía con demasiado olor a hombre. La cabeza me daba vueltas y sentía en la boca ese gusto a Martini que te hace pensar cómo carajo hizo el tipo con el que estuviste para no morirse del asco. Tenía el pelo duro, pegoteado no sé de qué. En el cuello, una marca y en la bombacha, un protector diario amarillento, que tiré al water a las catorce y veinticinco, al mismo water que luego comencé a destapar, trabajo que me llevó desde las catorce y veintiséis a las catorce y cuarenta y cinco. Mis ojos estaban rodeados por restos de delineador líquido y mi nariz, llena de puntos negros. La miré en el espejo y parecía más grande de lo normal. Me miré de perfil y era peor. Sonreí. Me saqué el buzo. Me miré las tetas. La izquierda más chica que la derecha. Las dos caídas. Me saqué el pantalón. Me miré el culo. Todavía parado, como cuando hacía gimnasia artística, pero con estrías. Me miré las piernas. Parecían palos de bowling. Culpa de mi tío. Las suyas son así. En bolas, fui hasta la cocina y abrí la heladera. Encontré medio litro de cerveza, uno de vino y un paquete de manteca. No tenía pan ni té ni café, salvo el que había quedado en la cafetera quién sabe desde cuando. Estaba verde. Entonces saqué la cerveza y el vino y me los llevé a la cama. Empecé a tomar. Mientras sostenía las botellas, miraba mis manos. Las uñas de mis dedos estaban comidas. Me las mordí más y escupí los pedazos en el piso. Empecé a mirar una mancha de humedad que había en el techo. Parecía un cocodrilo. Y me hizo recordar un juego que nunca faltaba en mis tardes post-escolares, cuando jugaba al cocodrilo con Mario y Esteban. Estaba bueno. Nos acostábamos los tres en el colchón que sacábamos de la cama de mi hermano y dejábamos que se deslizara por los veinticinco escalones de mi casa de Villa Española. Me acordé también de aquel día en que Mario me dijo que las nenas hacían pichí por la cola y yo le dije no, hacen por acá y le mostré. Yo tenía seis años. Y dejé pasar doce más antes de mostrarle a otro nene por donde meaban las nenas.

A las siete de la tarde supuse que estaba borracha y me sentí muy inútil. Me bañé y fui hasta el supermercado a comprar café, leche, azúcar y pan para tomar café con leche y tostadas. No pude evitar preguntarme por qué la gente dice que va a tomar café con leche cuando en realidad toma leche –en primer lugar– con café –en segundo– y azúcar o edulcorante –finalmente–. Mientras hacía la cola para pagar, me desmayé. Creo que me golpeé contra un carrito porque en mi frente apareció una marca rectilínea diagonal. Me despertaron con un jugo de naranja en tetra brick y con aire proveniente de las sucesivas sacudidas de una revista. Una vieja me dio un caramelo y me dijo que ella también sufría de la presión. Ah, sí, el estrés, la glicemia, hay que alimentarse bien, sí, sí.
Cuando llegué a casa preparé tres cafés con leche y azúcar y seis tostadas con manteca y sal. Me los llevé a la cama, para comerlos tirada, con la cabeza apoyada en dos almohadones. Le pregunté al cocodrilo si quería un poquito pero no me contestó. Me contesté yo. Me dije, poniendo voz de cocodrilo, no gracias, Marucha, no quiero, tengo terrible resaca y no me entra nada. ¿Vos cómo hacés para que te entre? Y... A mí me entran seis tostadas y mucho más. Y no me digas Marucha. ¿Estás segura? Siempre estoy segura. No te creo. No te creo. Me entra. ¿Te entra? Sí, me entra. ¿Cualquier cosa? Sí, cualquier cosa. ¿En cualquier lado? Sí, en cualquier lado. ¿Segura? Claro, cocodrilo.
El cocodrilo me dio una idea. Yo tenía ojeras y hacía tiempo que no me vestía de negro. Onda dark. Entonces me vinieron ganas de desmentir a todos aquellos que decían que en Montevideo nunca pasa nada.
Y creo que lo verifiqué. Ese día, entre las luces que parecían tan bajo el efecto del éxtasis como la gente que allí estaba, tuve una historia con dos tipos contra la pared, que terminó en la cabina de una Fiat Fiorino. Me dolió. Tuve que hacer de cuenta que no y hasta me mandé unos supuestos gritos de placer mezclados con algunas frases que había oído en la única película porno que vi en mi vida, una vez, cuando mis padres se habían ido para afuera. Ellos se rieron. La experiencia Fiorino no duró más de cinco minutos pero me sentí bien. Le tapé la boca al cocodrilo. Esa noche dormí como un angelito.

Un día, a las dos semanas, me desperté con ganas de hacer algo productivo y decidí tirar cosas inútiles a la basura. Tiré peines, ropa, sábanas quemadas, cartas de amor y platos demasiado sucios. Mientras estaba en plena faena, me llamó el doctor para saber cómo me encontraba en mi nueva casa y para avisarme que esa noche había una comida en la casa del partido.
No tenía pensado ir porque el doctor me había decepcionado y yo no pensaba seguir votándolo. Pero fui igual. No tenía otros planes.
En la fiesta, mientras sonreía hipócritamente a un par de conocidos de vista, un quinceañero me tocó el hombro y me dijo que me había visto en el boliche la noche anterior. Santiago –así se llamaba–, tampoco era votante del doctor. Había ido en representación de su padre que estaba siendo operado de apendicitis esa misma noche. Me gustó conocerlo. No hablaba demasiado y tenía el pelo lacio. Yo no me di cuenta exactamente de cómo sucedieron las cosas pero, al cabo de dos semanas, su cepillo de dientes estaba junto al mío, en el vaso que reposaba al lado de mi cama.
Una mañana, Santiago me dijo que en su casa no lo querían ver más y que tenía que buscar trabajo. Yo me reí y le dije que para qué, que no había ningún trabajo como la gente, que no podía rebajarse y pedirle un empleo al doctor y que, ¿sabés qué?, tengo pensado renunciar. ¿Y el apartamento? ¿Cómo lo vas a mantener? Yo estudio oceanografía. Me quedan dos materias. ¿Y cuándo las vas a dar? En el próximo período. ¿Y por qué no vas a la facultad? Porque las voy a dar libres. Dale, no te vayas. Esa noche, Santiago me pidió que lo acompañara hasta su casa a buscar ropa.

La vida de casada no era tan desagradable como pensaba. Con Santiago echábamos dos polvos por noche y a veces tres, nos emborrachábamos, comíamos en la cama, quemábamos sábanas y nos fumábamos dos porros por sábado. Relajo pero con orden. A veces pasábamos todo el fin de semana sin salir del cuarto, salvo para mear, sobre todo yo. Nos compenetrábamos tanto que no sentíamos olor a nada. Él no sentía los pelos de mis piernas y yo no sentía los de su barba. Una vez me asusté. Pensé que estaba embarazada. Pero no pasó nada y no volvió a pasar en ninguno de estos, no sé, creo que, siete meses.

La primera vez que discutimos fue hace dos semanas, una noche en que yo lo encontré mirando una película porno apenas llegué del supermercado. Lo primero que hice fue decirle imbécil, pajero, pendejo de mierda, solo yo vengo a meterme con un pendejo de quince años que todavía está en la edad de la paja, ¿qué te pasa?, ¿no podés calentarte conmigo?, mirá que sos idiota, guacho al pedo. Lo segundo que hice fue tirarme en un sillón, prender un cigarrillo y mirar a Santiago con aire de superioridad. Entonces, él me dijo no seas boba, vení. Yo fui pero seguí con esa cara de circunstancia. A Santiago le vino sueño y se fue a dormir. Yo le dije que no tenía sueño, que me quería quedar leyendo para el examen que tenía que dar. Y, como era presumible, me puse a mirar la película porno que él había apagado cuando yo llegué.
Nuestra segunda discusión se originó ayer porque él, en lugar de irse conmigo a Nueva Zelanda, quería regresar con sus padres. Terminó mal. Santiago se fue hoy, a las tres de la tarde. Y hoy, a las doce de la noche, todavía no volvió. Hoy, desde la hora en que se fue, hasta hace cinco minutos, pensé que era un ingrato, que lo estuve manteniendo durante meses, que no podía hacerme eso, irse así nomás, estúpidamente, sin una excusa más pertinente que un extraño a mi familia, hace tiempo que no los veo. Ahora no pienso lo mismo, pienso que el hecho de que se haya ido significa que no era para mí. También pienso que esa frase que dice si quieres a alguien, déjalo libre, si vuelve a ti es tuyo, si no vuelve es porque nunca te perteneció, es una adolescentez impropia de mi calidad de persona independiente, que no solo me cae mal porque habla de tú, sino porque su carácter simplista.
Ahora estoy en un bar y la hiperperceptibilidad me está matando. Recién sentí el ruido del arrastre de una silla como si fuera una bomba. El pelo de la flaca de la mesa de al lado, la que dice boludeces con pretensiones de ley, me encandila. El buzo del tipo callado que la acompaña me parece demasiado azul. Acabo de apagar un cigarro porque mi propio humo me molesta. Encima de todo hay niños. Y hablan. Me pregunto qué hubiera sido mejor. Si seguir con mi vida de calavera –porque, después de todo, no solo los hombres tienen derecho a ser calaveras– o si ser permisiva y adoñizarme. Pero no encuentro la respuesta. Y me siento torpe por no encontrarla y, también, por plantearme estos dilemas finiseculares que me hacen sentir del montón. Ayer fue el cumpleaños de Jimena y me olvidé de llamarla. El flaco de la mesa del costado no está mal. Pero yo sí. Y se me nota.

Mención en el Séptimo Concurso de Cuentos para Jóvenes organizado por la Filial Jai de B’nai B’rith
Publicado en A palabra limpia/7, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2004